Perder a una madre o hermana por un acto de violencia extrema como el femicidio no solo deja un vacío irreparable, sino que transforma para siempre la vida de los niños, niñas y adolescentes que quedan atrás. Estas víctimas indirectas enfrentan un dolor que trasciende lo emocional, afectando todos los aspectos de su desarrollo y su futuro. Cada pérdida no solo apaga una vida, sino que rompe familias y deja profundas cicatrices sociales.
En Ecuador, el impacto del femicidio es alarmante. Entre 2014 y mayo de 2024, 1.817 niños y niñas quedaron huérfanos como consecuencia de esta violencia, según el estudio «Esperando el verano» de Fundación ALDEA y UNICEF. Solo en este año, 199 mujeres han sido asesinadas, dejando a sus hijos en situaciones de extrema vulnerabilidad. Esta realidad exige atención urgente, pues las consecuencias van mucho más allá de la pérdida inmediata.
Los datos reflejan una crisis profunda: más del 55% de las familias no recibe atención en salud mental, y el 47% enfrenta dificultades para cubrir necesidades básicas como la alimentación. Los cambios en la dinámica familiar son evidentes; la mayoría de los niños debió mudarse y 1 de cada 10 fue separado de sus hermanos. Además, 6 de cada 10 familias que acogieron a los menores no cuentan con apoyo psicológico ni asesoría, lo que incrementa aún más su fragilidad.
Frente a este panorama desolador, es fundamental implementar medidas de reparación integral que incluyan apoyo emocional, económico y educativo para estos niños y sus familias. Además, es urgente reforzar las políticas de prevención de la violencia de género. Cada niño merece crecer con esperanza y seguridad, lejos de las sombras de un acto tan devastador como el femicidio.