Después de más de una década de impunidad, la justicia ecuatoriana finalmente condenó a Roberto Eliut C., conocido como «El Martillador», a 25 años de prisión por el femicidio de María Fernanda Fernández. El crimen, cometido en octubre de 2011 en Lomas de Urdesa, Guayaquil, fue uno de los casos más estremecedores del país por la violencia con la que el agresor, su exnovio, acabó con su vida. Tras permanecer prófugo por 12 años y ser capturado en Perú, fue extraditado en 2024 y juzgado en Ecuador. La Sala Penal del Guayas ratificó la sentencia, acogiendo los argumentos presentados por la Fiscalía.
Este caso representa una excepción dentro de un sistema que aún falla en proteger a las mujeres. Entre el 1 de enero y el 15 de marzo de 2025, se han registrado al menos 82 femicidios en Ecuador. De estos, 50 ocurrieron dentro de sistemas criminales y 31 en contextos íntimos, familiares o sexuales. Además, una mujer trans fue víctima de este crimen en la provincia de El Oro. Cada 21 horas, una mujer o niña ha sido asesinada por violencia machista en el país, evidenciando la magnitud de un problema que trasciende lo individual y demanda acción estructural.
No se trata de casos aislados. Al menos 12 de las víctimas eran niñas o adolescentes, ocho fueron reportadas como desaparecidas antes de ser halladas sin vida, y cuatro sufrieron abuso sexual antes de su asesinato. Estas cifras exponen la violencia sistemática que enfrentan las mujeres y niñas en Ecuador. La ausencia de una respuesta estatal eficaz no solo perpetúa la impunidad, sino que también deja en abandono a los hijos e hijas de las víctimas: en lo que va del año, al menos 42 menores han quedado huérfanos, sumándose a los más de 1.800 niños afectados entre 2014 y 2024.
Cada asesinato es un fracaso del Estado. Las mujeres no «aparecen muertas», son asesinadas en un contexto social, político y económico que requiere atención urgente. La justicia para María Fernanda es un avance importante, pero no debe ser la excepción. Se necesita una política pública real, intersectorial y con recursos suficientes para enfrentar la violencia de género. Solo así se podrá hablar de reparación integral y de una sociedad que, al fin, pone la vida de las mujeres en el centro.